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martes, 1 de noviembre de 2011

Contemplación...extrañando.

Había una vez un hombre solo, completamente solo. La soledad lo cubría, era su manto, su piel, su mismo cuerpo. La única presencia que conocía este hombre era la infinita soledad. Era la analogía de la luz en el Génesis, lo primigenio, el origen, lo que nunca tuvo contacto con lo que le procedió. Este hombre tenía conciencia de la existencia de lo otro, de la alteridad, sin embargo nunca quiso penetrar en ella, nunca quiso dejar su halo divino de profunda retracción y exilio, nunca quiso abandonar su marginación auto impuesta. Era como el Espíritu Absoluto que se contempla a sí mismo sin ninguna introspección de por medio, por paradójico que esto sea.

Un día se preguntó cómo sería la vida de la gente que vivía acompañada, que existía además de él, fuera de él, y su curiosidad fue tal que decidió investigar y aventurarse en el mundo de la gente que vive en sociedad. Ahí entró pues, como un observador que permanece ajeno a las situaciones que investiga y pudo percatarse de cómo la gente se hurtaba, estafaba, mentía y utilizaba la una a la otra para beneficiarse en su particularidad. También vio como cierta gente trataba de ayudar, aconsejar, acompañar y querer al otro; más todo esto para tratar de olvidar las mentiras, hurtos y chantajes que los demás proferían sobre los demás y así estar bien con ellos mismos y su conciencia. Eran acciones con las que pretendían sentirse superiores a los demás, sentirse bondadosos y pródigos, no miserables, como realmente se sentían.

El hombre solitario y marginado, al ver tal situación de codicia, maldad y beneficio propio en que vivían los hombres civilizados no pudo más que impactarse y vio como su vida en solitario era completamente antagónica a la de las personas que vivían juntas. Y hasta se preguntó porqué cada una de estos individuos no reclamaban exactamente eso, su individualidad y se retraían y vivían en soledad, alejados de todo y todos, como eremitas o anacoretas, sin preocuparse por nada ni nadie, en su plenitud y completa serenidad.

El hombre regresó entonces a su quietud eterna, a su contemplación abstracta y solitaria. De pronto algo en su mente comenzó a invadirlo hasta cubrir toda la soledad que era su cuerpo, era un sentimiento de extrañeza, o más bien dicho de extrañamiento. Empezó a extrañar a los hombres que vivían juntos. Todas las manifestaciones que nacían de la vida en comunidad inherentes al ser humano, como el odio, el amor, la malicia, la bondad, la venganza y la compasión, todo eso que los hacía bipolares; una bipolaridad tal que se confundía o más bien fundía con un solo lado, la confusión y el desorden, la bipolaridad se deshacía en un solo polo que se conformaba por miles de campos magnéticos todos diferentes entre sí. El hombre tiene múltiples matices, es una gama cromática casi infinita, que va desde mil tonos de blanco hasta los mil tonos de negro, con una inconmensurable cantidad de grises. Fue hasta ese momento cuando el hombre insociable se dio realmente cuenta de que estaba sólo, ya no sólo era una idea abstracta sino ahora era una idea concreta, estaba solo. Extrañando, añorando la vida de los hombres.